LOS TESTIGOS
Barry George esposado
La abogada de Barry le había recomendado no someterse a más ruedas de identificación, así que a la policía no le quedó más remedio que mostrar al resto de testigos una grabación de la única celebrada, en la que como el sospechoso se había dejado barba, todos los figurantes debían llevarla también. Los más puristas señalarían que no hay que conceder demasiado valor a una rueda de identificación realizada más de un año después de los hechos, y en la que la apariencia física del acusado ha cambiado de forma notable, pero como era casi lo único que tenía la acusación, esta se aferró a la prueba con energía. Hay que tener en cuenta también la definición de testigo, ya que siendo rigurosos tan solo podemos hablar de dos testigos, Hughes y Upfill-Brown.
De todos modos, tan solo una de las muchas personas a las que se había mostrado la grabación de la rueda de identificación había señalado a Barry George. La policía había recogido muchas decenas de testimonios de personas que habían pasado el día 26 por Gowan Avenue, desde primera hora de la mañana hasta poco después del crimen, y aunque la mayoría no se habían fijado en nada especial, algunas personas habían visto a alguien que les había parecido sospechoso, o al menos que les había llamado la atención. Aunque la descripción de los sujetos observados variaba, había un pequeño grupo que tenía similitudes significativas: una persona morena, con traje oscuro, que parecía un ejecutivo o un vendedor, y en alguno de los testimonios, hablando por un teléfono móvil.
Susan Mayes
Sin embargo, la única persona que identificó a Barry George había visto a alguien con apariencia algo diferente. Suyan Mayes había salido de su casa de Gowan Avenue poco antes de las 7 de la mañana, como hacía todos los días. Frente al número 29 había visto un coche parado en doble fila, ocupando toda la carretera, y junto al vehículo había un hombre de pie. Al acercarse la testigo y mirar al sujeto, este había bajado la vista, como tratando de ocultarse, y se había puesto a limpiar la luna delantera del coche con la mano, de forma furtiva. Según la testigo, se había fijado bien en el hombre, por más de treinta segundos, así que había podido verlo bien.
En aquel momento había supuesto que el coche era del hombre, y que era un minicab (vehículos privados que pueden funcionar como taxis, pero que deben ser reservados con antelación). Entre 35 y 40 años, 1.75 metros de estatura, ligero sobrepeso y aspecto mediterráneo (pelo negro y tez olivácea). Vestía un traje oscuro, con una camisa blanca abierta en el cuello. La testigo había declarado que el sospechoso llevaba el pelo corto y elegante, aunque en el juicio afirmó que en realidad lo llevaba largo y desordenado. Para explicar la discrepancia entre ambas declaraciones el fiscal sugirió que tal vez los agentes que la entrevistaron no la entendieron bien. Aunque como ha señalado Scott Lomax, es difícil aceptar que un agente pueda escuchar una descripción sobre pelo largo y desordenado y convertirla en pelo corto y elegante, lo cierto es que la testigo había afirmado que el sujeto parecía desaliñado y que no tenía apariencia muy respetable .
El 5 de octubre de 2000, 18 meses después del crimen, Susan Mayes había señalado a Barry George en una rueda de identificación por vídeo. Lo había hecho tras mirar un buen rato, aunque en el juicio dijo estar muy segura. El problema con esta seguridad es que podía ser consecuencia, al menos en parte, de un proceder más que dudoso de los detectives, que una vez Mayes hubo señalado al sujeto número 2 (Barry George), habían hecho comentarios y realizado gestos que le indicaron que había acertado y señalado al sospechoso. Esa información tuvo que reforzar la seguridad de la testigo en su identificación y guiar su declaración en el juicio, aunque lo cierto es que según comentan quienes vieron la grabación, su identificación de Barry George fue firme. En su turno de interrogatorio Mansfield consiguió que Mayes reconociera que el día del crimen tan solo había mirado al hombre tres o cuatro veces, cinco o seis segundos en total. El abogado también planteó que Mayes había identificado al sospechoso no porque le hubiese visto esa mañana, sino porque le sonaba su cara. Los dos llevaban años residiendo en Fulham, a menos de un kilómetro, y Barry George se pasaba el día paseando arriba y abajo, así que era posible que se hubieran cruzado algunas veces.
El testimonio de Susan Mayes tenía muchos más problemas. Se desprende del mismo que el sujeto que vio y el coche en medio de la carretera estaban relacionados. No solo el hombre estaba junto al coche, sino que se puso a limpiar la luna delantera con la mano. Pocos minutos después, otra testigo no había visto ningún coche ni ningún hombre en ese lugar. El vehículo estaba cortando la carretera, así que tan solo podía permanecer allí hasta que llegara otro coche, y lo más probable es que el hombre estuviera en ese lugar esperando a alguien de la zona, o haciendo tiempo hasta recoger a alguien en una calle cercana. El coche es un elemento esencial del testimonio de Mayes, pero no se puede relacionar con Barry George, que no tenía coche, ni carnet, ni había sido visto conduciendo nunca.
Ya hemos visto en la primera parte que, a las 09:30 o 09:40, dos mujeres habían visto desde la ventana pasar a un hombre corriendo frente al número 55 de Gowan Avenue. Eran Stella y Charlotte de Rosnay, que en la identificación dudaron, por separado, entre el número 2 (Barry George) y el número 8 (un figurante), pero ninguna de las dos estaba lo suficientemente segura como para señalar a alguien. Después de la rueda las dos habían afirmado que se inclinaban claramente por el número 2 (veremos en el siguiente capítulo la razón), y por eso habían sido llamadas a declarar por la acusación. Lo que quedaba demostrado es que había dos personas en la rueda que se parecían lo suficiente a quien habían visto como para que dudaran.
Terry Normanton, que también vivía en Gowan Avenue, tampoco pudo identificar a nadie, pero se inclinaba por el número 2. Sin embargo, el testimonio de Normanton es más que dudoso. Pese a que ya había sido entrevistada por la policía varias veces, tardó casi un año en contar que había visto a alguien, y para entonces ya podía haber escuchado los relatos de sus vecinos. Ella declaró que se lo había contado a la policía el mismo día del crimen, pero no hay registros de esa supuesta declaración. Pese a las dudas que el testimonio y la personalidad de la testigo planteaban, la acusación utilizó su declaración.
Esto era todo. De todos los testigos que habían atendido la identificación original y las realizadas mediante vídeos, estos cuatro eran sido únicos que señalaban el parecido de Barry George con el hombre que habían visto, a distintas horas, esa mañana, y tan solo uno de los testigos, Susan Mayes, había realizado una identificación positiva.
La estrategia de la acusación pivotó sobre el reconocimiento de Mayes, y de ahí extrajo algunas sorprendentes conclusiones. Como había ciertos parecidos en las descripciones de varios testigos y uno de ellos había identificado al acusado, los demás debían haber visto al mismo hombre, aunque no lo hubieran reconocido y las descripciones no coincidieran. Por ejemplo, Mayes había afirmado que el hombre tenía aspecto mediterráneo, así que si otros testigos, aunque no hubieran identificado al acusado, habían visto a alguien de apariencia mediterránea, tenían que estar describiendo a la misma persona. Así que otros cinco testimonios se añadieron como indicio de que el acusado había estado toda la mañana en el lugar del crimen, aunque ninguno lo hubiera reconocido.
La argumentación de la defensa fue poderosa. En primer lugar, incluso si la identificación era correcta, tan solo indicaría que Barry George había estado en Gowan Avenue horas antes de la muerte de Dando, y no se establecería una relación directa entre el acusado y el crimen. Mayes (07:00), Normanton (09:50), y Stella y Charlotte de Rosnay (09:30 o 09:40), todas habían visto a un sospechoso más de hora y media antes del crimen. Ninguno de los testigos que vio a alguna persona sospechosa entre las 09:50 y las 11:30 había reconocido al acusado, directa o indirectamente.
Pero además, la identificación de Mayes era dudosa. El hombre que había visto era, sin duda, el conductor del coche, y eso no se podía relacionar con el acusado. Su descripción había cambiado, y había reconocido que había visto al hombre tan solo unos pocos segundos en una mañana oscura y con ligera lluvia. La identificación había tenido lugar más de un año después, y con un cambio importante en la apariencia física del sospechoso.
Los demás testigos no habían identificado al acusado, y tan solo habían dudado. Charlotte y Stella habían cambiado su parecer posteriormente, y además sus descripciones manifestaban diferencias notables respecto a la de Susan Mayes y otros testigos. Stella declaró que el hombre que había visto tenía piel de tono rosáceo, mientras que Charlotte lo recordaba como de piel pálida. ¿Cómo podía eso ser compatible con la descripción de Mayes de piel olivácea y aspecto mediterráneo? Hay que añadir que Charlotte de Rosnay ni siquiera mencionó al hombre que había visto cuando fue entrevistada por la policía el día 26, y tan solo lo declaró en posteriores entrevistas, seguramente influida por Stella, que sí lo recordaba, y que se había marchado de Gowan Avenue en taxi apenas unos minutos antes del crimen.
Terry Normanton era una testigo más que dudosa, por las razones ya expuestas.
Pero el mejor argumento de Mansfield era que ni Hughes ni Upfill-Brown, que habían visto al asesino, habían identificado a Barry George. Es más, sus descripciones eran incompatibles con las de los demás testigos. Como ha señalado Brian Cathcart, son dos conjuntos de descripciones independientes. Los dos hombres que vieron al asesino describieron una notable mata de pelo negro y un abrigo o tres cuartos. Ni Mayes, ni las Rosnay, ni Normanton describieron una mata de pelo negro ni un abrigo. Todas describieron el pelo de quien habían visto (aunque Mayes cambió su declaración durante el juicio) como ni largo ni corto, cortado correctamente. Todas describieron al hombre vistiendo un traje, y ninguna dijo haber visto un abrigo o chaqueta larga o cazadora. No hay manera de que ambos grupos de testimonios encajen, y, señaló repetidamente la defensa, quienes realmente vieron al asesino, no vieron a Barry George.
RESIDUOS DE DISPARO
La única partícula de residuos de disparo hallada en el abrigo del acusado se convirtió en el principal elemento de disputa durante el juicio y posteriormente. Es lógico, ya que era la única prueba que relacionaba al acusado con el crimen. Incluso si se lograba convencer al jurado de que Barry George había estado un par de horas antes del crimen cerca de la casa de Jill, eso no lo convertía en asesino. Mansfield había intentado eliminarla del proceso, pero el juez Gage había negado la pretensión.
Durante tres días se discutió en la sala acerca de la partícula, lo que indica la importancia que tanto la corona como la defensa le concedían. Según la acusación, la partícula había llegado al bolsillo del abrigo de Barry George tras haber este disparado este contra Jill Dando. Podría haber guardado la pistola en ese bolsillo, o simplemente podía haber metido la mano, llena de residuos, dentro del bolsillo, quedando una partícula dentro. Protegida, la solitaria partícula habría permanecido allí dentro hasta que fue encontrada por la policía.
Robin Keeley
Según Pownall, la partícula hallada en un bolsillo del abrigo del acusado era del mismo tipo y tenía la misma composición química que las partículas halladas en el pelo y el abrigo de Jill. Su origen era, con toda probabilidad, el arma que acabó con la vida de la presentadora, ya que las posibles alternativas, una contaminación u otra fuente, eran tan improbables que prácticamente se podían descartar, y por tanto, el disparo fatal era la fuente más probable. Por la acusación testificaron Robin Keeley, que había encontrado la partícula, y otro científico, el doctor Renshaw, que compartió las opiniones de Keeley. Por parte de la defensa testificó el experto John Lloyd, que impugnó las opiniones de sus colegas vigorosamente. Mientra Keeley opinaba que el encontrar una única partícula no era importante , que significaba, en cualquier caso, encontrar residuo de disparo, Lloyd lo negó. Según explicó, algunos laboratorios ni siquiera consideraban un positivo encontrar una sola partícula, y el origen de esa única partícula,que era tan diminuta que no podía ser observada a simple vista, podía ser variado.
La estrategia de la defensa pasaba por sugerir una contaminación. Aunque la policía afirmó haber seguido todos los protocolos y haber tomado todas las precauciones, Mansfield presentó evidencia de que se habían cometido errores y que estos podían haber sido el origen de la contaminación. Algunos policías habían cambiado su ropa de calle por los trajes especiales, supuestamente estériles, en el mismo apartamento de Barry o en los coches de policía. Las ropas de los policías y sus vehículos son una conocida fuente de contaminación de residuos de disparo, y por tanto, podrían haber introducido la partícula en la casa. Aunque la policía lo negó con vehemencia, varios testigos afirmaron que algunos de los policías que participaron en el registro del apartamento iban armados.
Pero el principal objetivo de la defensa fue el traslado del abrigo para ser fotografiado. El abrigo había sido envuelto en una protección de plástico para su traslado al depósito de la policía. Pero al ser llevado al estudio fotográfico, se le había retirado la protección, se había colgado en una percha, y se había procedido a realizar varias fotografías. En ese estudio se realizaban miles de fotografías cada año a ropa, objetos, armas, … muchas fuentes potenciales de contaminación. Pownall argumentó que siempre se manejaban los distintos objetos con mucho cuidado, y que se limpiaba y esterilizaba con mucha frecuencia. Incluso se llegó a concretar la marca de detergente utilizado.
Abrigo del acusado
Para la defensa la contaminación era más que probable. Seguramente había presentes en el estudio residuos de disparo procedentes de armas u otras pruebas fotografiadas, y el fotógrafo, que no utilizaba guantes ni tomaba especiales precauciones, podía tener partículas en sus manos. Al quitar la protección y manipular el abrigo, alguna partícula podía haber quedado en la superficie, y una vez que se había vuelto a colocar la protección de plástico, la partícula ya habría permanecido allí hasta que se analizó el abrigo. La partícula pudo haber llegado a su destino definitivo cuando Keeley dio la vuelta a los bolsillos para proceder a la recogida de muestras.
Residuos de disparo
Otra fuente posible de contaminación, a la que debió prestarse más atención, era la casual. La partícula podía haber llegado a la mano de Barry (y de ahí al bolsillo) mediante cualquier contacto casual con la mano o la ropa de alguien que hubiese manejado un arma, y eso podía haber ocurrido meses o años antes del crimen. Además, esas partículas no son exclusivas de un disparo de arma de fuego, y pueden llegar a la mano de alguien al manipular fuegos artificiales, determinados discos de freno, y algunas otras fuentes.
Keeley y su colega consideraron muy improbable las hipótesis de una contaminación, y todo el mundo entendió que se inclinaban porque la fuente era el disparo que mató a Jill Dando. Más adelante veremos algo más sobre este tema, que fue clave en el resultado final de la batalla legal. El fiscal Pownall afirmó que la contaminación era tan improbable que la única posibilidad razonable para explicar la partícula era que procediera de la pistola que había matado a Jill Dando.
Se intentó también relacionar al acusado con las armas. Aunque no se le podía relacionar con un arma de fuego real, señalaron su interés en las armas, su posesión de dos armas de fogueo, y tal vez una tercera, sobre la que había un único y no demasiado fiable testimonio, y se mostraron varias revistas sobre armas halladas en su casa. En alguna revista venían instrucciones para reactivar una pistola desactivada, y se insinuó que tal vez Barry George había seguido dichas instrucciones, pero ni se pudo encontrar en el apartamento rastro de las herramientas indispensables para realizar un trabajó de ese tipo, ni parecía probable que Barry tuviese la habilidad suficiente para efectuarlo. De hecho, los testimonios indican que tenía muy poca habilidad para cualquier trabajo que requiriese cierta destreza manual. Ni rastro de armas, ni de balas, ni de herramientas, ni de testigos que lo relacionaran con armas, ni se acreditó pericia para modificar o manipular armas, ni contactos ni dinero para adquirirlas,… Un puñado de revistas antiguas era todo lo que había.
Un dato a tener en cuenta es que la partícula solitaria hallada en el abrigo fue la única encontrada. En el apartamento de Barry, que no había sido limpiado durante años, no se encontró ningún otro residuo de disparo, algo extraño si había estado en posesión de armas y munición, y si las había manipulado y disparado.
EL INTERÉS DE BARRY GEORGE EN JILL DANDO
Este fue el gran fiasco de la acusación, ya que no fue capaz de presentar evidencia de que el acusado tuviera algún tipo de interés en la víctima, ni que la admirase o la odiase. De hecho, no fueron siquiera capaces de acreditar que la conociese, supiese donde vivía o siquiera fuese consciente de su existencia. Declararon ante el tribunal algunos testigos con los que la acusación intentó convencer al jurado. Una mujer declaró que alguien que podía ser Barry iba paseando junto a ella y había señalado con la mano una calle, que podía ser Gowan Avenue o alguna cercana, y había dicho que por allí vivía una mujer muy especial. En caso de ser Barry George el sujeto, la calle podía cualquiera de las cercanas, y la mujer una de las muchas de las que Barry se encaprichaba y a las que seguía hasta sus casas. Otro par de testimonios más dudosos todavía fue todo lo que pudo presentar la fiscalía.
Orlando Pownall, fiscal
En el apartamento del acusado se habían encontrado periódicos y revistas que trataban la muerte de Jill, pero estos no probaban nada, ya que todos los periódicos y revistas habían tratado del tema durante semanas. Había también ocho periódicos que tenían artículos o reportajes sobre Jill Dando, de meses o años antes de su muerte, pero estos estaban mezclados entre otros 800 periódicos y revistas que no la nombraban, y dada la repercusión mediática de la presentadora, no parecía especialmente significativo. Además, como señaló Mansfield, ni uno de esos ocho artículos estaba recortado, subrayado, coloreado, tenía marcas o anotaciones, nada que indicara que habían sido siquiera leídos.
Pese a que Barry había negado conocer Gowan Avenue, se presentó evidencia de que había atendido la consulta de un médico en esa calle tres años antes del crimen, tan solo a unos números de distancia del número 29. Pero como señaló la defensa, Barry había visitado a muchos médicos por toda esa zona de Londres, así que no era extraño que no recordase ni al médico ni la calle.
Después del crimen, señaló Pownall, el acusado había llevado flores el lugar del crimen, había entrado en los comercios de la zona solicitado mensajes de condolencia, había escrito un borrador de un discurso que iba a dar,… Demasiado interés para una persona que decía no conocer previamente a Jill. Pero Mansfield se defendió bien: Ese era el proceder normal de Barry, que en su mundo de fantasía trataba de ser protagonista de cualquier hecho notable, y siempre estaba buscando formas de llamar la atención y obtener temas de conversación para tratar de impresionar a las mujeres a las que abordaba. Dijo o insinuó a muchas personas que sabía algo sobre el crimen, que había sido testigo, o había visto a alguien o algo. Cuando le preguntaban directamente si había matado a Jill Dando, a veces lo negaba, y otras evitaba la respuesta, haciéndose el interesante.
La clave era el después. No antes. A la policía no le costó encontrar a muchísimos testigos que recordaban a Barry hablando de Jill Dando tras la muerte de esta. Si esa conexión hubiese existido con anterioridad al crimen, sin duda habría dejado algún rastro. Todos su vecinos y conocidos sabían de las preocupaciones, intereses y obsesiones de Barry, que hablaba de ello con detalle y prodigalidad. De hecho, tras el crimen, Jill Dando se convirtió en uno de sus temas de conversación preferidos, como podían atestiguar muchas personas. De haber tenido algún interés previo en Jill, tanto si la admiraba como si la odiaba, habría hablado de ello con bastante gente; sin embargo, no se encontró ni un testimonio, ni uno solo. También se habían encontrado fotografías de presentadoras o famosas que Barry hacía a la pantalla del televisor, pero ni una de ellas era de la victima.
La acusación se encontró sin un motivo para el crimen. Pownall insinuó que tal vez Barry estaba dolido contra la BBC (por no haberlo vuelto a llamar, o por como habían tratado la figura de Freddie Mercury tras su muerte) y se había vengado matando a Jill Dando. Era una hipótesis bastante floja, sin sustento, y no demasiado creíble. Los periodistas que seguían el juicio estaban de acuerdo en que la acusación había fracasado en establecer un posible motivo para el crimen. Ni siquiera habían podido probar un interés especial en Jill Dando, ni siquiera que la conocía, y parecía que Mansfield se había apuntado un buen tanto. Sin embargo, la defensa no saldría tan bien parada del siguiente elemento de prueba.
LA VISITA A HAFAD
La acusación presentó las visitas del acusado a Hafad y London Traffic Cars, el día del crimen y de nuevo dos días más tarde, como un intento de proporcionarse una coartada. Según Pownall, una vez que Barry George hubo disparado contra Jill Dando, se había marchado a su casa caminando, y allí había dejado la pistola, se había cambiado de ropa, y tras coger una bolsa con documentos había salido en busca de una coartada. Había entrado en un par de sitios con una disculpa forzada y poco creíble, y dos días después se había presentado nuevo para reforzar su coartada, buscando que los empleados confirmaran la hora de su visita anterior y la ropa que llevaba puesta en esa ocasión.
Pero, señaló la corona, la hora de la visita no le proporcionaba ninguna coartada. Pese a cierta confusión inicial, varias empleadas de Hafad señalaban una hora de llegada del sospechoso posterior el mediodía, y por tanto, compatible con la teoría de la acusación. Sin embargo, una de las empleadas, Susan Bicknell, se mantuvo firme en su declaración de que su conversación con Barry había tenido lugar a las 11:50. Declaró haber mirado el reloj, y además, había puesto por escrito el suceso, incluyendo la hora, una semana después de ocurrir. Era una gran baza para la defensa, y una grave preocupación para la acusación, ya que de ser cierta la hora señalada por Bicknell, sería casi imposible que Barry George hubiese matado a Jill Dando. Pownall intentó contrarrestar a Bicknell con el testimonio del resto de empleadas, que ofrecían distintas horas, y cuyos recuerdos variaban entre ellas y con respecto a su compañera. Fueron tantas las divergencias y las contradicciones entre las empleadas de Hafad que un periodista que asistió al juicio comentó que casi daba la impresión de que estaban ocultando algo.
A favor de Susan Bicknell contaba el hecho de que el 26 de abril había sido su primer día de trabajo en Hafad, y Barry había sido su primera entrevista, y es razonable suponer que podía recordar el incidente con más claridad que sus compañeras. Además, el resto de empleadas se había limitado a darle largas y a quitarse de encima al molesto visitante, siendo Bicknell la única que se había sentado con él y había pasado un rato conversando. En contra estaba la actitud de la testigo (tiempo después dijo haber estado enferma mientras declaraba) mientras prestaba testimonio, que hizo dudar a algunos de su fiabilidad.
Aunque Mansfield consiguió poner de manifiesto las inconsistencias de sus declaraciones, el resto de empleadas contrarrestó, al menos en parte, la declaración de Bicknell, y sembró la duda sobre este testimonio tan favorable para el acusado; y el hecho de que la declaración de este en cuanto a la hora de llegada a Hafad hubiese cambiado poco antes del juicio, hizo sospechar a bastantes observadores, y seguramente a los jurados. De haber finalizado en ese momento la prueba, el resultado podría haber sido un empate, pero el fiscal presentó dos testigos de última hora. La acusación se había visto sorprendida por el cambio en el último momento de la declaración del acusado en cuanto a su hora de visita a Hafad, y se buscó a toda prisa la forma de minar su coartada.
Primero se llamó a declarar a un técnico en telefonía. Barry George había consultado el saldo de su teléfono móvil a las 12:35 horas (cuando la coartada afirmaba que estaba en Hafad), y la señal de esa comunicación la habían recogido dos antenas, lo que parecía sugerir, aunque no era seguro, que Barry debía estar en movimiento. Además, las pruebas realizadas por el experto le indicaban que la señal en Hafad era muy débil, y que era más fuerte en las calles cercanas al parque Bishop. Aunque el técnico tuvo que reconocer que no podía asegurar nada, su declaración no favorecía al acusado.
Peor todavía fue el siguiente testimonio. Julia Moorhouse declaró ante el jurado que el 26 de abril de 1999, poco después de las 12:30 horas iba caminando por la mediación de Doneraile Street cuando se detuvo para mirar unos helicópteros que sobrevolaban la zona. Un hombre se paró junto a ella y comenzó a hablarle. En el juicio realizó la siguiente descripción: De 30 a 35 años, constitución fuerte, pelo muy negro y bien cortado. Pensó que podía proceder del sur de Europa. Llevaba una chaqueta de largo por la cintura y color amarillo, y portaba en la mano un teléfono móvil. El hombre, que parecía tener conocimientos técnicos, le dijo que eran helicópteros de la policía y le explicó de que tipo eran. Tras un muy breve intercambio de palabras, Julia siguió su camino, hasta que se dio cuenta, para su sorpresa, de que el hombre iba caminando junto a ella y continuaba hablando. Le habló del Ejército de Reserva, y la testigo sacó la impresión de que él había entrenado allí, o había sido instructor o algo similar. Al poco de doblar la esquina de Stevenage Road ella entró en la casa a la que se dirigía y el hombre siguió su camino, cuando eran aproximadamente las 12:35.
Como la testigo no había prestado declaración oficial hasta después de haber sido publicada la foto del acusado en la prensa, no se permitió que el jurado escuchara que lo había identificado, pero no hizo falta, ya que casi todos los que escucharon el relato de Julia Moorhouse pensaron de inmediato en Barry George. Había algunas discrepancias, ya que por ejemplo la testigo había visto una chaqueta amarilla, cuando las empleadas de Hafad habían visto una camisa amarilla y una chaqueta oscura, y Julia tampoco había visto la bolsa con documentos que indicaron en Hafad. Pero estas parecían cuestiones menores cuando todo lo demás encajaba tan bien. La apariencia; el comportamiento; la conversación; el Ejército de Reserva; el teléfono en la mano y la consulta de saldo a la misma hora; el lugar, a apenas 300 metros de Hafad; casi todo señalaba a Barry. Mansfield se limitó a decir ante el jurado que negaba que la persona que se había descrito fuera el acusado, pero lo cierto es que la impresión que había dejado la declaración en todos los observadores, y seguramente en los miembros del jurado, fue la contraria. La testigo incluso había notado cierto defecto en la forma de hablar del hombre que le había hecho pensar que podía haber tenido labio leporino, lo que era cierto.
Aunque no se le había tomado declaración formal hasta casi dos años después del suceso, días antes de comenzar el juicio, el hecho es que que Julia Moorhouse, a la que le había parecido un poco extraño el encuentro, había llamado a la policía pocos minutos después de este, nada más enterarse del crimen, sobre la una de la tarde. De las miles de llamadas que recibió la policía, la de Moorhouse fue una de las primeras, lo que daba fuerza a su testimonio.
Finalmente, para apuntalar su caso, la acusación presentó una grabación de una cámara en una calle cercana que mostraba a alguien con una prenda superior amarilla a las 12:45, y que, dijo Pownall, probablemente era el acusado. Parece ser que la imagen era tan borrosa que ni siquiera se podía distinguir si era hombre o mujer, y la hora de la grabación no encajaba demasiado, bien, era demasiado tarde, pero se presentó de todos modos. Esta batalla la había ganado la acusación. Aunque el testimonio de Bicknell era firme, el resto de elementos presentados parecían indicar que Barry había llegado a Hafad más tarde de las 12:30, lo que lo dejaba sin coartada. Y el hecho de que hubiese cambiado su versión sobre la hora lo hacía más sospechoso todavía. Ese cambio de hora fue el primer error de la defensa, y el segundo fue aceptar la discusión en el terreno que quería la acusación, el de las horas. Veremos en otro momento como la larguísima discusión sobre si el acusado había llegado a Hafad a una hora u otra le permitió a la acusación ocultar la patente debilidad de su argumentación.
Juez, Sir William Gage
Acusación y defensa realizaron unas notables y trabajadas consideraciones finales, en las que Mansfield insistió en la teoría que había planteado para competir con la de la acusación: Que el crimen era obra de profesionales, y señalaba hacia los serbios. Justo antes de retirarse a deliberar, el jurado recibió las instrucciones del juez Gage. Estas habían cambiado respecto a las que habían recibido inicialmente. Al comienzo del proceso el juez había indicado que para condenar al acusado el jurado tendría que demostrar probados al menos tres puntos: que Barry George había estado en Gowan Avenue esa mañana, que había visitado Hafad y London Traffic Cars con al intención de buscar una coartada, y que la partícula de residuo de disparo procedía del arma que mató a Jill Dando. Se entendía que debían demostrarse las tres, pero en sus instrucciones finales eximió al jurado de la necesidad de considerar demostrada la procedencia de la partícula. Esta podía funcionar como apoyo de las otras dos, pero no era indispensable. Esto era un duro golpe para la defensa, porque Mansfield estaba convencido de haber planteado una duda suficiente sobre este punto, y en ese caso el jurado no podría condenar. Pero ahora el jurado podría condenar a Barry, incluso si consideraba dudosa la prueba de la partícula, en caso de considerar probados los otros dos puntos.
Tras unos días de deliberaciones, y tras excusar a un miembro por enfermedad, el jurado regresó con un veredicto. Por diez votos contra uno consideraban al acusado culpable del asesinato de Jill Dando. El veredicto sorprendió a los periodistas que habían seguido el juicio, no tanto porque consideraran a Barry George inocente, sino porque creían que las pruebas de la acusación eran muy débiles, y que habían sido impugnadas con éxito por Mansfield. Farthing, Nigel Dando y los amigos de Jill aparentaron quedar satisfechos con el veredicto, pero algunos de ellos no quedaron del todo convencidos. Para Alan Farthing (que había asistido a muchas sesiones del juicio), por ejemplo, no se había aclarado el motivo, y sin motivo no podía considerar el caso cerrado. Para Barry George, por contra, parecía cerrado por completo: fue condenado a cadena perpetua.
INTERMEDIO
El equipo de la defensa, con Mansfield a la cabeza, se puso de inmediato a preparar la apelación. Ellos y la familia de Barry estaban convencidos de que no se había hecho justicia, y trataron de que el condenado no se derrumbara en la prisión. Barry George cada vez estaba más nervioso, y aumentó su ya crónica tendencia a quejarse. Lo hacía de de la actitud de sus familiares, de sus abogados, de la cárcel, de todo.
En julio de 2002 se celebró la vista de la apelación, y además de en cuestiones como la partícula de residuo de disparo, las fotos de Barry con esposas y la tardanza de la policía en investigar al acusado, se basaba principalmente en la prueba testifical. Esta no se había presentado de forma adecuada al jurado, se alegó. Tan solo había una identificación positiva, la de Susan Mayes, y el resto era medias identificaciones o identificaciones incompletas, y deberían haberse computado como identificaciones negativas, afirmaba Mansfield, y por tanto nunca deberían haber sido utilizadas por la acusación. Pownall afirmó que había unidad en las descripciones, y que era inconcebible que hubiera dos hombres de apariencia y comportamiento tan similar en Gowan Avenue en momentos tan próximos a la hora del crimen. Como Mayes había identificado a Barry George, afirmó, y el resto de los testigos habían ofrecido descripciones similares a la de esta, no podía ser otra persona que Barry George al que habían visto esos testigos, aunque no lo hubieran identificado al 100 %.
El veredicto del tribunal fue contundente, desestimando todas las alegaciones de la defensa, y señalando que la condena era justa y se había basado en pruebas adecuadas. Lo más sorprendente es que los miembros del tribunal se atrevieron a plasmar por escrito consideraciones generales sobre el caso con lo que parece un conocimiento muy superficial del mismo. Resulta chocante comprobar que cometieron errores de hecho y de interpretación, lo que demuestra una muy pobre preparación. También consideraron la fibra hallada en el abrigo de Jill Dando como prueba de contacto con el acusado, aunque ni siquiera la acusación había sido tan categórica durante el juicio.
Mansfield ni se había presentado a la lectura del veredicto, y Barry decidió cambiar de abogado defensor. Los siguientes años fueron difíciles, con tan solo algunos familiares y un pequeño grupo de voluntarios luchando para tratar de revertir la condena. Tras varios intentos fallidos llegó el momento de la apelación definitiva, en lo que era probablemente la última oportunidad para Barry George, ya que un fracaso significaría, casi con total seguridad, que tendría que pasar el resto de su vida en la cárcel.
Ian Evett
Aunque la vista por la apelación no tuvo lugar hasta finales de 2007, la génesis de la misma se puede rastrear hasta varios años atrás. Poco después del veredicto, el doctor Ian Evett, un experto en la interpretación de la evidencia científica, había comentado con algunos colegas lo inquieto que se sentía al leer la interpretación que se daba en los medios de comunicación a la partícula de residuos de disparo, y había decidido hablar con Keeley, a quien ya conocía. La entrevista tuvo lugar a finales de 2001, y ante la sorpresa de Evett, Keeley afirmó que consideraba que la partícula como prueba era neutral, y que no era más probable que procediese de la pistola que mató a Jill Dando que de otra fuente. Esto no era lo que el jurado había escuchado en el juicio.
Durante los años siguientes este asunto fue analizado por varios expertos, hasta que finalmente, en mayo de 2007 una comisión de revisión envío el caso al tribunal de apelación. La sentencia de este tribunal, de fecha 15 de noviembre de 2007, dictaminó que la evidencia sobre la partícula de residuo de disparo no le había sido presentada al jurado de forma adecuada. Esa no era la única prueba sobre la que se había sustentado la acusación en el juicio, pero se le había concedido mucha importancia, y no era posible saber el peso que había tenido en la formación del veredicto. Era posible, por tanto, que si esta evidencia le hubiese sido correctamente presentada al jurado, el veredicto hubiera sido distinto. En consecuencia, el tribunal determinó que la condena contra Barry George quedaba anulada.
Aunque considero adecuado y acertado el veredicto, al leer la sentencia de la Corte de Apelación queda la impresión de que domina la confusión, y que los miembros de la Corte no acabaron de comprender del todo el asunto y sus implicaciones. Mezclaron continuamente consideraciones correctas con otras incorrectas, y con otras que dan lugar a interpretaciones erróneas. Realizaron un trabajo concienzudo, entrevistando a expertos y recogiendo variedad de opiniones, pero creo que no lograron atravesar el muro de retórica de los científicos.
Keeley, Renshaw y Pownall, interrogados por el tribunal, afirmaron que no habían pretendido decir lo que se les atribuía, que no se les había interpretado bien, y que ellos siempre intentaron señalar que la evidencia era neutral. El problema era que las transcripciones del juicio dejaban bien claro que eso no era cierto, y que se había presentado la evidencia de forma sesgada e incompleta, y la sentencia del tribunal señaló varios ejemplos, no dejando en demasiado buen lugar a los dos científicos. Encuentro particularmente difícil aceptar el comportamiento de Keeley, que tenía un prestigio enorme en el mundo de la ciencia forense y era considerado uno de los grandes expertos mundiales en el análisis de residuos de disparo (Renshaw se limitó a opinar lo mismo que su ilustre colega), y que se quejó de que no le habían hecho las preguntas correctas. Parece ser que no encontró el momento adecuado, durante varias horas de declaración, para exponer sus opiniones con claridad. Esto es una penosa muestra de lo que ocurre con los peritos científicos en los tribunales.
Los dos peritos de la acusación renunciaron a su condición de científicos y se convirtieron en simples bustos parlantes, correas de trasmisión de las tesis de la acusación. Fueron peritos a sueldo, que en vez de actuar como científicos y explicar la evidencia de forma honesta y clara, la presentaron de forma sesgada y deliberadamente oscura, silenciando una parte importante y decisiva de su opinión tan solo para favorecer a la acusación. Hay condicionantes económicos y profesionales que pueden explicar este tipo de comportamiento, y esto debería hacer que nos planteáramos si la elección de peritos por las partes es la forma adecuada de funcionar hoy en día.
A fin de cuentas, lo que declararon los expertos consultados por el tribunal de apelación (y también, aunque de forma tardía, Keeley y Renshaw) es que la prueba de la partícula de residuo de disparo era neutra, es decir, no favorecía ni la tesis de que procedía de la pistola asesina ni de que procedía de otra fuente. Era muy improbable que esa partícula procediera de una contaminación o de otra fuente inocente, y esto se le había dicho al jurado; pero, y esto era lo importante, era igual de improbable que procediera del arma que mató a Jill Dando, y eso no se le había dicho al jurado.
Esta aseveración es confusa por dos razones. En primer lugar, porque intenta establecer como base argumental la improbabilidad de un hecho que en efecto ha sucedido (La probabilidad o improbabilidad a priori del suceso estudiado está indicada cuando se va a realizar una aproximación bayesiana, que es difícil que el jurado típico comprenda), y segundo, porque ese igual de improbable es una afirmación coloquial, no una sentencia científica.
El problema es que no había datos, ni estudios ni pruebas, ni modelos matemáticos o estadísticos que indicasen cuan improbable era cada una de las alternativas. No había estudios en los que apoyarse para estimar de forma siquiera aproximada la probabilidad o improbabilidad de cualquier de las dos posibilidades, y por tanto no era legítimo ofrecer datos. Renshaw había declarado que la probabilidad de una contaminación era similar a la de ganar a la lotería. Sinsentidos de este tipo confunden a jueces, abogados y jurados
La poco clara argumentación ha continuado provocando confusión y error. En un reciente y sesudo artículo [N. Fenton, et al., When “neutral” evidence still has probative value (with implications from de Barry George case), Science and Justice (2013)] los autores señalan correctamente la problemática de las definiciones imprecisas y de las falsas hipótesis excluyentes, como ocurre en este caso, y hacen una aportación interesante al debate sobre la (discutida) utilidad del teorema de Bayes en el ámbito de la justicia. Lamentablemente, sus afirmaciones están lastradas por el error de considerar como base para los posibles cálculos (que en realidad no se pueden realizar, ya que faltan elementos esenciales) las estimaciones de Keeley y otros ante el tribunal de apelación. Como esas estimaciones no tienen base científica, los posibles desarrollos matemáticos que se pudieran intentar realizar a partir de ellas no servirían para nada. Vamos a ver lo afirmado por Keeley.
Ante el tribunal de apelación a Keeley se le solicitó que estimara la probabilidad (se iba a utilizar una técnica llamada Case Assessment and Interpretation) de encontrar una o varias partículas de disparo en el bolsillo del acusado en cada una de dos hipótesis siguientes:
1) Que el acusado fuera el hombre que había disparado contra Jill Dando.
2) Que el acusado no fuera el hombre que había disparado contra Jill Dando. Keeley estimó que la probabilidad de no encontrar ninguna partícula era del 99 % en cada uno de los dos casos. La probabilidad de encontrar una o unas pocas partículas era del 1 % en cada uno de los dos casos, y la probabilidad de encontrar muchas partículas era de una entre diez mil para cada una de las proposiciones, queriendo significar esto último que era remota en extremo.
El problema del tribunal de apelación, y de los autores del artículo, es que no parecieron darse cuenta de que Keeley, para decirlo de forma que se entienda, se estaba inventando todos esos números. Nadie lo cuestionó ni se le presionó para que proporcionara la fuente de esos porcentajes, o como había llegado a ellos. No habría podido explicarlo, ya que no había, ni hay, estudios lo suficientemente amplios y fiables para realizar una estimación con algún fundamento. No se sabe en cuantos casos encontraríamos alguna partícula de residuo si registramos una casa, incluyendo todo lo que hay en su interior, de forma concienzuda. ¿Uno entre diez, entre diez mil? ¿Y si consideramos una casa donde no se limpia nunca o casi nunca? Tampoco existen estudios fiables sobre la persistencia de residuos de disparo meses o años después de un evento único.
No dudo que las conjeturas sin base científica de Keeley puedan tener más fundamento que las conjeturas sin base científica de otras personas, pero eso no cambia el hecho de la ausencia de base científica para las conjeturas, y que no sabemos si estas se corresponden con la realidad, están razonablemente cerca, o se alejan por varios órdenes de magnitud. Así que, desde el punto de vista científico, no era posible afirmar cuan improbables eran ambas alternativas, ni si una era más probable, o improbable, que la otra. Por supuesto, si alguno de los peritos hubiera declarado eso, alguien podría haber planteado que estaban haciendo ellos, y la prueba, en el proceso; y habría sido una pregunta más que sensata.
Por suerte, para el nuevo juicio se eliminó la partícula como prueba, ya que incluso la presentación supuestamente correcta que favorecían los científicos y el tribunal de apelación podía haber llevado también a error al nuevo jurado. No es sencillo comprender las sutilezas de la probabilidad, e incluso personas preparadas, que leen con cuidado las opiniones durante semanas, como hicieron los miembros de tribunal de apelación, pueden estar confusas y cometer errores. No digamos miembros de un jurado que escuchan a alguien hablar sobre este complejo asunto. Si se le dice a un jurado que la probabilidad de que la partícula proceda de la pistola que mató a Jill o de otra fuente es la misma, y que ambas son muy improbables, podría interpretar que si el suceso ha tenido lugar y ambas opciones son igual de probables o improbables, hay un 50 % de probabilidades de que la partícula proceda del arma del crimen. Esto puede pasar porque no se ha estimado la probabilidad de las dos hipótesis de partida de Keeley, y se podría interpretar que cada una tiene las misma probabilidad a priori que la otra.
Lo cierto es que la partícula de residuo de disparo nunca debió ser admitida en el juicio. No había forma de deducir de forma científica su procedencia, y por tanto, no era adecuado presentarla como evidencia científica. Es un ejemplo perfecto de sobrestimación de la capacidad de una técnica. Los primeros años del siglo XXI han visto el ocaso de la prueba (en realidad hay varias técnicas o pruebas diferentes) de residuos de disparo, que nunca ha alcanzado lo que prometía, ni ha sido capaz de encontrar una correspondencia unívoca entre arma y residuos, y debido a ello el FBI dejó de realizar los test hace tiempo. A la espera de algún avance científico importante en este campo, los tribunales deberían ser muy estrictos y cuidadosos a la hora de admitir esta prueba. (Tengo previsto destinar una entrada en exclusiva a las pruebas de residuos de disparo, y todavía se tratará un poco más sobre este asunto en la siguiente entrada)
EL SEGUNDO JUICIO
No hay demasiado que contar sobre el segundo juicio. Los testimonios, sobre todo el de Susan Mayes, y el asunto de las visitas a Hafad y London Traffic Cars fueron los principales argumentos de la acusación. El juez, a la luz de la nueva evidencia, y pese a la resistencia de la acusación, decidió eliminar como prueba la partícula de residuo de disparo, y por tanto la Corona se quedó sin pruebas físicas que ligaran al acusado con el crimen. Intentaron sustituirlo con la fibra hallada en el abrigo de la víctima, a la que ahora concedían gran importancia. Los abogados de la defensa, como en el primer juicio, decidieron que era mejor que Barry no declarara. El juez dictaminó que eso no debía pesar de forma negativa en el jurado.
La principal diferencia respecto al primer juicio, si exceptuamos el residuo de disparo, es que la acusación pudo utilizar el historial de acoso y seguimiento a mujeres del acusado, y se emplearon a fondo en ese tema. Presentaron a muchas mujeres que habían sido seguidas por Barry, y que se habían sentido amenazadas. Lo cierto es que presentaron un caso convincente de que Barry era un tipo poco recomendable, un pervertido que seguía y acosaba las mujeres, pero eso no los acercaba ni un milímetro a una condena por asesinato. Es más, en mi opinión, ese despliegue de la acusación tuvo el efecto contrario al deseado, ya que para arrojar una luz negativa sobre Barry bastaba con mostrar su historial y presentar un par de testimonios. Insistir tanto con un tema que no estaba directamente relacionado con la acusación mostraba la debilidad de esta.
William Clegg, abogado defensor
La defensa consiguió debilitar la ya de por sí floja prueba de la fibra. Se puso de manifiesto que mientras los sanitarios intentaban reanimar a la víctima, habían cortado su abrigo y lo habían dejado de lado, en el suelo, donde había permanecido varias horas hasta ser recogido. La fibra podía proceder de cualquiera de los policías o enfermeros que estuvieron allí, o bien de Farthing, de sus amigos, de otras prendas de Jill, o de cualquier otro lugar. No había manera de ligar esa fibra con Barry George. El abogado de la defensa, Clegg, realizó un alegato final muy corto, que inquietó mucho a los seguidores de Barry, que esperaban un largo y poderoso discurso. Clegg afirmó que no era posible que con su cociente de 75 Barry George pudiera haber llevado a cabo un crimen perfecto que habría implicado tanta planificación. Después, se limitó a argumentar que la única prueba forense, la fibra, no podía ser ligada al acusado de ninguna manera. Fue una estrategia de defensa arriesgada pero muy calculada. Lo que Clegg quería dejar claro era que las supuestas pruebas de la acusación no merecían más tiempo. La prueba testifical (Mayes y las empleadas de Hafad) era confusa, y no era posible establecer una conclusión firme sobre ella. Lo único que le quedaba a la acusación, aparte de la demostración de que Barry era un acosador de mujeres, era la fibra, solo eso. Y esa prueba había sido destruida por la defensa. No había más, no había caso, no había necesidad de un largo discurso.
Parece ser que la discusión del jurado giró sobre el testimonio de Susan Mayes. Solicitaron las transcripciones de sus declaraciones (incluida la del primer juicio, que el juez les negó) y visionaron el vídeo de su rueda de reconocimiento. Finalmente, tras dos días de deliberaciones, el viernes 1 de agosto de 2008 el jurado regresó con su veredicto: No culpable. Barry, silencioso, no reaccionó hasta que el juez le comunicó que era libre, que podía marcharse. Había pasado más de 8 años en la cárcel.
Barry George, instantes después de su liberación
Michelle Diskin
La acusación y la policía expresaron su disgusto. Ellos continuaban opinando que el veredicto del primer juicio era el correcto, y que Barry George era un peligro. Durante los siguientes meses este se quejó de que era acosado por la policía, que lo seguía y lo paraba y registraba con cualquier disculpa, a cada instante. También se convirtió en objetivo prioritario de los periódicos sensacionalistas. Finalmente, acabó marchándose a vivir a Irlanda, con su hermana Michelle, que había sido su gran apoyo durante todo el proceso. Temía que de quedarse en Londres la policía acabaría tendiéndole alguna trampa y encerrándolo, y no era el único que albergaba esas sospechas. Pleiteó para solicitar una indemnización por los años de cárcel, pero finalmente le fue denegada.
Un jurado había condenado a Barry George, y otro lo había absuelto. Pero la duda quedaba en pie: ¿había asesinado Barry George a Jill Dando?
La acusación y la policía, con Hamish Campbell a la cabeza, continuaban opinando que Barry George era culpable. Aceptaban el veredicto, por supuesto, pero ellos consideraban que el correcto había sido el del primer juicio. Había otros que consideraban que Barry era inocente, y que la policía le había cargado el crimen al chiflado del barrio. Había un tercer grupo cuya opinión era menos firme. Consideraban que, efectivamente, las pruebas eran débiles y confusas, e insuficientes para una condena, pero que, pese a todo, era bastante probable que Barry George fuera el asesino. Sí, la partícula de residuo de disparo no era suficiente, pero… Sí, las identificaciones eran confusas y no demasiado fiables, pero ahí estaban… Y además el asunto de Hafad… Era posible que la evidencia no fuese suficiente para superar los rígidos requisitos legales, pero considerada en su totalidad parecía indicar que era más probable que Barry George fuera el asesino que lo contrario.
Considero que esta última hipótesis es errónea, y trataré de explicar la razón en la siguiente entrada.
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